En el fútbol ser favorito a veces es el primer paso para empezar a perder. Le pasó al París Saint Germain, que se sentía campeón del Mundial de Clubes antes de jugar la final, y cuando se encontró con el Chelsea, cara a cara, se le olvidó cómo era que había ganado la Champions League. Se vio arrasado por un tormenta azul, un equipo inspirado que lo engulló sin piedad: un Chelsea demoledor que ganó 3-0 y se quedó con el trofeo mundial.
Chelsea jugó el partido con furia desde el primer toque, como para llenarse de confianza rápido y advertir a su rival. Como si necesitara aprovechar el envión inicial para no lamentarlo después. Pero le quedó gustando. Palmer, el iluminado de la final, hizo el primer anuncio tras una tocata genial, con taco incluido, una danza que parecía de los franceses y no de los ingleses, y la pelota pasó haciéndole ojitos al palo derecho de Donnarumma. Fue el prologo de la obra de Palmer, que prometía que iba a hacer sufrir al PSG.
¡Qué furia tenía ese Chelsea!, el desprevenido en la tribuna pudo preguntar sin sonrojarse, ¿de qué color está el PSG? Pasaron 10 minutos para que los parisinos respondieran, porque este equipo francés parecía hasta ese momento fingir que no quería la pelota, que no quería atacar, y de repente, abracadabra, ya estaba desperdiciando el primero. Y luego, Doué casi abre el marcador. Entonces el partido se pareció más, al menos por un instante, a lo que todo el mundo esperaba, incluso el Chelsea.
¿O no? Pues Chelsea no quería sentirse inferior, no quería que el PSG cobrara vida. Palmer tuvo un segundo intento y lanzó el tiro contra el mismo palo con el que antes ya había coqueteado la pelota. Esta vez con más precisión. Malo Gusto hizo la jugada previa, tocó atrás para que Palmer reintentara sin fallar. Donnarumma se estiró cuan largo es, pero no llegó. Quedó acostado y derrotado, sin ganas de mirar atrás. Iban 23 minutos y el Chelsea subía un escalón hacia la gloria. 1-0. Y el PSG no lo podía creer. ¿O sí?
PSG, desconocido

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